Espiritualidad Encarnada
JORGE N. FERRER
Este ensayo presenta el concepto de una espiritualidad encarnada –basada en la integración de todas las facultades humanas, incluyendo cuerpo y sexualidad– y lo contrasta con el de la espiritualidad desencarnada –basada en la disociación y/o sublimación– prevalente en la historia religiosa. Luego, describe qué significa aproximarse al cuerpo como socio viviente con quien cocrear la propia vida espiritual, y delinea diez rasgos de una espiritualidad plenamente encarnada.
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¿Qué es la espiritualidad encarnada?
A la luz de nuestra historia espiritual, sugiero que ‘desencarnado’ no denota que el cuerpo y sus energías vitales/primarias hayan sido ignorados en la práctica espiritual –definitivamente no lo han sido– sino que más bien fueron consideradas fuentes no legítimas o no fiables, por derecho propio, a la hora de experimentar vislumbres espirituales. En otras palabras, el cuerpo y el instinto no han sido, en general, considerados capaces de colaborar en términos de igualdad con el corazón, la mente y la consciencia a la hora de lograr la liberación y la realización espirituales.
Lo que es más, muchas tradiciones y escuelas religiosas consideraron que el cuerpo y el mundo primario (y algunos aspectos del corazón, en lo que se refiere a ciertas pasiones) se constituían de hecho en obstáculos al florecimiento espiritual –un punto de vista que a menudo llevaba a la represión, regulación o transformación de estos mundos, y su puesta al servicio de objetivos más ‘altos’ de la consciencia espiritual–. Es así que la espiritualidad desencarnada a menudo cristalizaba en una vida espiritual ‘desde el chakra del corazón hacia arriba’, basada preeminentemente en un acceso mental y/o emocional a la consciencia trascendente, que tendía a perder de vista las fuentes espirituales inmanentes en el cuerpo, la naturaleza, y la materia.
Por contraste, la espiritualidad encarnada contempla todas las dimensiones humanas –cuerpo, vital, corazón, mente y consciencia– como socios en pie de igualdad a la hora de llevar a uno mismo, a la comunidad y al mundo, a una alineación más plena con el Misterio del cual todo surge. No es solo que no sean un obstáculo, sino que desde este punto de vista, la participación del cuerpo y sus energías primarias es crucial para una transformación espiritual completa. Esto no significa que una espiritualidad encarnada sea indiferente a la necesidad de emancipar el cuerpo y el instinto de posibles tendencias alienadoras; más bien significa que todas las dimensiones humanas se reconocen como capaces no solo de posible alienación, sino también de participar libremente en el desarrollo del Misterio de la vida aquí, sobre la tierra.
El contraste entre ‘sublimación’ e ‘integración’ puede ayudar a clarificar esta distinción. En la sublimación, la energía de una dimensión humana se usa para amplificar, expandir o transformar las facultades de otra dimensión. Este es el caso, por ejemplo, del monje célibe que sublima su deseo sexual como catalizador de una expansión espiritual, o para incrementar el amor devocional del corazón; o cuando un practicante del Tantra utiliza las energías vitales/sexuales como carburante para catapultar la consciencia hacia estados del ser desencarnados, trascendentes, o incluso transhumanos. Como contraste, la integración de dos dimensiones humanas involucra una transformación mutua, o ‘matrimonio sagrado’, de sus energías esenciales. Por ejemplo, la integración de la conciencia y el mundo vital logra que la primera esté más encarnada, vitalizada e incluso erotizada, mientras que garantiza a la segunda una vía evolucionaria inteligente, más allá del impulso de la instintualidad dirigida biológicamente. Esto no equivale a decir, por supuesto, que la sublimación no tenga ningún lugar en una práctica espiritual encarnada. Los caminos espirituales son intrincados y multifacéticos, y la sublimación de ciertas energías puede ser necesaria –incluso crucial– en determinadas situaciones o para determinadas disposiciones individuales. Pero considerar a la sublimación como un objetivo o dinámica energética permanentes supone una vía rápida para la espiritualidad desencarnada.
Una espiritualidad encarnada plena, sugiero, emerge del interjuego creativo entre las energías espirituales trascendente e inmanente, en el seno de individuos completos, que abrazan la completitud de la experiencia humana a la vez que permanecen firmemente enraizados en lo corporal y lo terreno.
Sin duda alguna, las actitudes religiosas hacia lo corporal han sido profundamente ambivalentes, considerando al cuerpo como fuente de apegos, pecaminosidad y desviación, por un lado, y como lugar de revelación espiritual y divinización, por el otro. La inhibición frecuente de las dimensiones primarias de la persona –somática, instintiva, sexual y ciertos aspectos emocionales– puede haber sido necesaria en ciertas encrucijadas históricas para permitir la emergencia y maduración de los valores del corazón y la conciencia humana, así como para evitar la reabsorción de una autoconciencia emergente. En el contexto de la praxis religiosa esto se puede conectar a la consideración ampliamente extendida de que ciertas cualidades humanas son más ‘correctas’ espiritualmente, o más beneficiosas, que otras; por ejemplo, ecuanimidad frente a pasiones intensas, trascendencia frente a encarnación sensual, castidad o un ejercicio estrictamente regulado de la sexualidad frente a exploración sensual sin objetivos concretos, etcétera. Lo que puede caracterizar a nuestro momento presente, sin embargo, sería la posibilidad de reconectar todos estos potenciales humanos de una manera integrada. En otras palabras, habiendo ya desarrollado una conciencia autorreflexiva y las sutiles dimensiones del corazón, podría haber llegado el momento de reapropiarse de –e integrar– las dimensiones más primarias e instintuales de la naturaleza humana al objetivo de lograr una vida espiritual plenamente encarnada.
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El cuerpo viviente
El cuerpo como sujeto: el cuerpo no es un “Eso” que se pueda reificar para usarlo como medio para lograr objetivos, o incluso éxtasis espirituales, de la mente consciente. Es un “Tú”, un socio íntimo con quien las otras dimensiones humanas pueden colaborar para alcanzar formas de sabiduría liberadora siempre crecientes.
El cuerpo como hogar de un ser humano completo: una vez que superamos por completo la dualidad entre materia y Espíritu, no se puede ver ya al cuerpo como ‘prisión del alma’ ni incluso como ‘templo del Espíritu’. El misterio de la encarnación nunca aludió a la ‘entrada’ del Espíritu en el cuerpo, sino a que ‘llegó a hacerse’ carne: “Al principio fue el Verbo, y el Verbo era Dios, …. y el Verbo se hizo carne” [Juan 1:1, 14].
El cuerpo como fuente de vislumbres espirituales: si descartamos bloqueos o disociaciones graves, la energía creativa del cuerpo se transforma somáticamente en impulsos, emociones, sentimientos, pensamientos, vislumbres, visiones y, en última instancia, revelaciones contemplativas. El cuerpo es la dimensión humana que puede revelar el sentido último de la vida encarnada. Al ser él mismo una entidad física, el cuerpo atesora en sus profundidades la respuesta al misterio de la existencia material. El sentido de la vida no es algo que se discierna y conozca intelectualmente por medio de la mente, sino algo sentido en las profundidades de nuestra carne.
El cuerpo como microcosmos del universo y del Misterio: prácticamente todas las tradiciones espirituales sostienen que hay una resonancia profunda entre el ser humano, el cosmos y el Misterio: “como es arriba, es abajo”. El pensador jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1968) lo expresó de este modo: “Mi materia no es una parte del universo que yo posea en su totalidad; es la totalidad del universo que yo poseo parcialmente”.
El cuerpo como pieza clave para una transformación espiritual duradera: el cuerpo es un filtro mediante el cual los seres humanos pueden purificar tendencias energéticas contaminadas, heredadas tanto biográfica como colectivamente. Dado que la naturaleza del cuerpo es más densa que los mundos emocional, mental y consciente, los cambios que suceden en él son de naturaleza más duradera y permanente. En otras palabras, una transformación psicoespiritual duradera necesita estar enraizada en una transformación somática. La transformación integrada de los mundos somáticos/energéticos de una persona cortocircuita la tendencia de hábitos energéticos a volver, creando así cimientos sólidos para una transformación espiritual completa y permanente.
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Rasgos de una espiritualidad encarnada
A la luz de esta comprensión amplificada del cuerpo humano, ofrezco a su consideración diez rasgos de una espiritualidad encarnada:
1. Tendencia a integrar. Una liberación de la conciencia dentro de la conciencia no debería confundirse con una transformación integral que involucra la alineación espiritual de todas las dimensiones humanas. Dado que para la mayoría de los individuos su mente consciente es el asiento de su sentido de la identidad, una exclusiva liberación de la consciencia puede ser engañosa, hasta el punto en que podemos creer que somos por completo libres mientras que, de hecho, hay dimensiones esenciales de nosotros mismos que están infradesarrolladas, alienadas, o apegadas.
2. Realización a través del cuerpo. Con el fin de propiciar una genuina práctica encarnada, es esencial hacer contacto con el cuerpo, discernir su estado actual y sus necesidades, y crear espacios para que el cuerpo engendre sus propias prácticas y talentos. Cuando el cuerpo se hace permeable a energías espirituales, tanto inmanentes como trascendentes, puede encontrar sus propios ritmos, hábitos, posturas, movimientos y rituales carismáticos. Hay una energía espiritual creativa que reside en el seno del cuerpo: un dinamismo vital inteligente que espera emerger para orquestar nuestro desarrollo como seres humanos completos.
3. Despertar del cuerpo. En su capacidad corporal, el organismo psicosomático se pone alerta calmadamente, sin la intencionalidad propia de la mente consciente. Podríamos hablar así del despertar consciente de las mismísimas células del organismo.
4. Resacralización de la sexualidad y del placer sensual. Cuando el mundo vital se reconecta a la vida espiritual inmanente, los instintos primarios pueden colaborar espontáneamente en nuestro desarrollo psicoespiritual en un despliegue que no necesita sublimarlos ni trascenderlos. En una espiritualidad encarnada resulta esencial rescatar de manera no narcisista la dignidad y la significación espiritual del placer físico. De la misma manera que el dolor ‘contrae’ al cuerpo, el placer lo ‘relaja’, haciéndolo más poroso al flujo y presencia de energías espirituales tanto inmanentes como trascendentes.
5. La urgencia creativa. La regulación social y moral de la sexualidad puede haber tenido un impacto inesperadamente debilitante sobre la creatividad espiritual humana a través de las tradiciones durante siglos. Mientras que a través de nuestra mente y conciencia tendemos a acceder a energías espirituales sutiles que ya han actuado en la historia y que muestran formas y dinámicas más fijas, es la conexión con nuestro mundo primario lo que nos da acceso al poder generativo de la vida espiritual inmanente.
6. Visiones espirituales enraizadas. Cuantas más dimensiones humanas participen creativamente en el conocimiento espiritual, mayor será la congruencia dinámica entre la aproximación investigadora y el fenómeno estudiado, y mayor será el enraizamiento, coherencia o sintonía de nuestro conocimiento en el desarrollo constante del Misterio.
7. Naturaleza intramundana. Nacimos en la tierra. Yo creo apasionadamente que esto no es irrelevante, no es un error, ni el producto de un delirante juego cósmico cuyo fin último sea que trascendamos nuestro problema de estar encarnados. Hacer que este intento de trascendencia se constituya en modus operandi espiritual permanente trae consigo disociaciones en la vida espiritual propia, con el resultado de desvitalización corporal, desarrollo emocional o interpersonal coartado, o falta de discriminación en torno al comportamiento sexual (como ilustran los repetidos escándalos sexuales en torno a conocidos maestros de la espiritualidad contemporánea occidental y oriental). Una espiritualidad encarnada nos invita a abrir las puertas y ventanas de nuestro cuerpo para que siempre nos sintamos completos, cálidos y nutridos en nuestra casa, incluso cuando a veces queramos celebrar el esplendor de la luz exterior. La diferencia crucial reside en que nuestra excursión vendrá motivada no por déficit o hambre, sino por una meta-necesidad de celebrar, co-crear, y adorar el Misterio creativo último. Es aquí, en nuestra casa –la tierra y el cuerpo– que podemos desarrollarnos plenamente como seres humanos completos, sin tener que ‘escaparnos’ a ningún sitio para encontrar nuestra identidad esencial o sentirnos enteros.
8. Resacralización de la naturaleza. Cuando sentimos al cuerpo como nuestro hogar, también podemos recuperar el mundo natural como nuestra tierra madre. Este ‘enraizamiento doble’ en nuestro cuerpo y en la tierra no solo cura radicalmente el extrañamiento entre identidad moderna y naturaleza, sino que también supera la alienación espiritual –a menudo manifestada como ‘ansiedad difusa’– intrínseca a la prevalente condición humana de encarnación ralentizada o incompleta.
9. Compromiso social. Un ser humano completo reconoce que, de manera fundamental, somos nuestras relaciones con el mundo humano y no humano; este reconocimiento está vinculado inevitablemente con un compromiso para la transformación social. Dada nuestra crisis global actual, una espiritualidad encarnada no puede mantenerse divorciada del compromiso por una transformación social, política y ecológica, tome esta la forma que tome.
10. Integración de materia y consciencia. Existe una creencia –consciente o inconsciente– de que todo lo relacionado con la materia no mantiene relación con el Misterio. Esta creencia, a su vez, confirma que la materia y el Espíritu son dos dimensiones antagónicas. Entonces surge la necesidad de abandonar o condicionar la dimensión material con el fin de fortificar la espiritual. La espiritualidad encarnada busca una integración progresiva de materia y conciencia, lo que en última instancia puede llevarnos a un estado que denominaríamos de ‘materia consciente’.
En última instancia, la espiritualidad encarnada busca catalizar la emergencia de seres humanos completos: seres que, manteniéndose enraizados en sus cuerpos, en la tierra y en una vida espiritual inmanente, han hecho todos sus atributos permeables a las energías espirituales trascendentes, y cooperan solidariamente con otros en la transformación espiritual del ser, de la comunidad y del mundo.
ACERCA DEL AUTOR
Jorge N. Ferrer es doctor y profesor de los departamentos de East-West Psychology (EWP) e Integral and Transpersonal Psychology (ITP) del California Institute of Integral Studies (CIIS), San Francisco. Es autor de Revisioning transpersonal theory: a participatory vision of human spirituality (State University of New York Press, 2002) y coeditor de The participatory turn: spirituality, mysticism, religious studies (State University of New York Press, 2008), publicados en español por la editorial Kairós con los títulos Espiritualiad creativa y El giro participativo. Su último libro, Participation and the Mystery: Transpersonal Essays in Psychology, Education, and Religion, fue publicado en 2017 por State University of New York Press. En 2009 fue seleccionado como consejero de la organización Religiones para la Paz de las Naciones Unidas en un proyecto centrado en la resolución del conflicto interreligioso global.